Como hemos apuntado anteriormente, entendemos por «educación doméstica» el hecho de enseñar al marido a ayudar en los trabajos de la casa, y, lo que es más difícil, convencerle para que «se deje enseñar» a realizar estos menesteres.
Desde que el ser humano se hizo sedentario, hace muchos millares de años, los varones y las mujeres se repartieron el trabajo de la siguiente manera: el varón salía a cazar y a pescar para conseguir los alimentos fundamentales, y la mujer permanecía en casa al cuidado de los hijos, de los animales domésticos y de las tierras, en las que se empezaba a cultivar algunas plantas. En el hogar la mujer se ocupaba también de tejer, de fabricar utensilios de cerámica, etc.
Ha llovido mucho desde entonces. El varón, para vivir, ya no se ve obligado a cazar ni a luchar a muerte con su prójimo por una presa cualquiera. Sin embargo, la mujer sigue en casa. Con lavadora, aspiradora y demás, pero sigue en casa. Y esto no es justo. En una sociedad tan desarrollada industrialmente como la actual, la mujer debería haberse incorporado plenamente al proceso productivo y los enojosos trabajos caseros deberían haberse colectivizado de tal manera que no esclavizaran a nadie.
A la mujer se le ha tendido una trampa, está en un círculo vicioso. Vean si no. La mujer se ocupa de las cosas del hogar porque «no trabaja», y no trabaja porque se tiene que ocupar de la casa. De esto se desprende que si ella no hace un esfuerzo real para que las cosas dejen de funcionar de esta manera, dentro de unos cuantos millares de años más la situaciórf seguirá, en lo que a la mujer respecta, igual que en el neolítico.
Sólo podrá romper las cadenas que la esclavizan mediante al hecho consumado. Si trabaja, si ejerce una profesión, las tareas domésticas se harán solas. Descubrirá de pronto que en vez de lavar la ropa en casa, aunque sea con ayuda de una lavadora, puede recurrir a una lavandería que le devolverá la ropa limpia y seca; descubrirá que comer en los restaurantes es agradable y variado, o que las comidas sencillas que se preparan en casa en un momento son las más sanas y que además no engordan; descubrirá que sus hijos aprenden a desenvolverse solos con gran rapidez y que se vuelven cada día más sociables; descubrirá que el planchado, si compra la ropa con inteligencia, es una actividad que ha pasado a la historia; descubrirá, en fin, que un mundo nuevo se abre ante ella y que, sin saber cómo, se ha liberado de un suplicio absurdo.
¿Y en cuanto a la educación del marido? Pues bien: se hará también sola. Si el varón se considera incapaz de realizar cualquier trabajo doméstico es porque su educación se ha realizado en otra dirección (recordemos que las cocinas, las muñecas, las labores le estaban prohibidas), por lo que se sentiría disminuido en su calidad de varón si se viera obligado a prestar ciertos servicios.
Y, sin embargo, las tareas del hogar no son femeninas en sí, sino que lo son porque hasta ahora las ha realizado la mujer, y esto porque ella, como ser humano de segunda categoría, debía realizar los trabajos menos satisfactorios desde el punto de vista de la realización personal.
Desde que el ser humano se hizo sedentario, hace muchos millares de años, los varones y las mujeres se repartieron el trabajo de la siguiente manera: el varón salía a cazar y a pescar para conseguir los alimentos fundamentales, y la mujer permanecía en casa al cuidado de los hijos, de los animales domésticos y de las tierras, en las que se empezaba a cultivar algunas plantas. En el hogar la mujer se ocupaba también de tejer, de fabricar utensilios de cerámica, etc.
Ha llovido mucho desde entonces. El varón, para vivir, ya no se ve obligado a cazar ni a luchar a muerte con su prójimo por una presa cualquiera. Sin embargo, la mujer sigue en casa. Con lavadora, aspiradora y demás, pero sigue en casa. Y esto no es justo. En una sociedad tan desarrollada industrialmente como la actual, la mujer debería haberse incorporado plenamente al proceso productivo y los enojosos trabajos caseros deberían haberse colectivizado de tal manera que no esclavizaran a nadie.
A la mujer se le ha tendido una trampa, está en un círculo vicioso. Vean si no. La mujer se ocupa de las cosas del hogar porque «no trabaja», y no trabaja porque se tiene que ocupar de la casa. De esto se desprende que si ella no hace un esfuerzo real para que las cosas dejen de funcionar de esta manera, dentro de unos cuantos millares de años más la situaciórf seguirá, en lo que a la mujer respecta, igual que en el neolítico.
Sólo podrá romper las cadenas que la esclavizan mediante al hecho consumado. Si trabaja, si ejerce una profesión, las tareas domésticas se harán solas. Descubrirá de pronto que en vez de lavar la ropa en casa, aunque sea con ayuda de una lavadora, puede recurrir a una lavandería que le devolverá la ropa limpia y seca; descubrirá que comer en los restaurantes es agradable y variado, o que las comidas sencillas que se preparan en casa en un momento son las más sanas y que además no engordan; descubrirá que sus hijos aprenden a desenvolverse solos con gran rapidez y que se vuelven cada día más sociables; descubrirá que el planchado, si compra la ropa con inteligencia, es una actividad que ha pasado a la historia; descubrirá, en fin, que un mundo nuevo se abre ante ella y que, sin saber cómo, se ha liberado de un suplicio absurdo.
¿Y en cuanto a la educación del marido? Pues bien: se hará también sola. Si el varón se considera incapaz de realizar cualquier trabajo doméstico es porque su educación se ha realizado en otra dirección (recordemos que las cocinas, las muñecas, las labores le estaban prohibidas), por lo que se sentiría disminuido en su calidad de varón si se viera obligado a prestar ciertos servicios.
Y, sin embargo, las tareas del hogar no son femeninas en sí, sino que lo son porque hasta ahora las ha realizado la mujer, y esto porque ella, como ser humano de segunda categoría, debía realizar los trabajos menos satisfactorios desde el punto de vista de la realización personal.