Podría decirse que existen dos clases «tipo» de desajuste matrimonial: la desavenencia íntima, que suele ser menos evidente pero mucho más peligrosa, y el choque que es producto de las presiones ejercidas sobre el matrimonio por circunstancias ajenas a la intimidad de la pareja.
El choque íntimo se debe a las presiones que en la relación conyugal se ejercen de dentro a fuera, aun cuando a veces, por mor de las conveniencias sociales, nada de ello vislumbran los extraños.
Los distintos niveles de cultura, la desarmonía sexual, las alteraciones temperamentales, pero principalmente las diferencias de educación y de mentalidad, podrían ser especificaciones de estos conflictos latentes, dificilísimos de extirpar, ya que el germen de desunión —y, por tanto, el germen de desafección y decepción— se oculta en lo más íntimo de la pareja y afecta a la respectiva personalidad y libertad de los cónyuges.
Asimismo existe el choque matrimonial producto de la presión que el mundo circundante, externo al matrimonio en sí, ejerce sobre la pareja, actuando con su rechazo o su reprobación sobre el comportamiento íntimo de los cónyuges.
Las diferencias de raza, de religión e incluso de nacionalidad o clanes políticos adversos, son un ejemplo claro de cómo el mundo exterior puede crear —y de hecho crea— antagonismos difícilmente salvables, a no ser que los consortes posean una gran dosis de fuerza moral, un profundo amor y una perfecta identidad de fines y propósitos.
Las desigualdades de tipo íntimo (menos visibles, pero más intensas e insalvables, aunque los cónyuges pertenezcan a un mismo estrato social y económico, si no existe entre ellos armonía sexual e identidad cultural) llevan a la desunión matrimonial, aunque no se exteriorice.
Por el contrario, las desigualdades de tipo externo, mucho más espectaculares, significan unas barreras dificilísimas de romper al comienzo de la relación amorosa, pero salvado el primer momento (tal experiencia sólo pueden permitírsela personalidades muy formadas y maduras), estas mismas presiones, no menos que el desgarramiento que cada cónyuge ha tenido que sufrir para vencer ancestrales prejuicios, se convierten en fuente de auténtico amor y compenetración.
Por otra parte, estas barreras pueden llegar a desaparecer por sí solas (las debidas a nacionalismos xenófobos, por ejemplo) y la marcha de la humanidad tiende a levantarlas o a convertirlas en fácilmente franqueables.
El choque íntimo se debe a las presiones que en la relación conyugal se ejercen de dentro a fuera, aun cuando a veces, por mor de las conveniencias sociales, nada de ello vislumbran los extraños.
Los distintos niveles de cultura, la desarmonía sexual, las alteraciones temperamentales, pero principalmente las diferencias de educación y de mentalidad, podrían ser especificaciones de estos conflictos latentes, dificilísimos de extirpar, ya que el germen de desunión —y, por tanto, el germen de desafección y decepción— se oculta en lo más íntimo de la pareja y afecta a la respectiva personalidad y libertad de los cónyuges.
Asimismo existe el choque matrimonial producto de la presión que el mundo circundante, externo al matrimonio en sí, ejerce sobre la pareja, actuando con su rechazo o su reprobación sobre el comportamiento íntimo de los cónyuges.
Las diferencias de raza, de religión e incluso de nacionalidad o clanes políticos adversos, son un ejemplo claro de cómo el mundo exterior puede crear —y de hecho crea— antagonismos difícilmente salvables, a no ser que los consortes posean una gran dosis de fuerza moral, un profundo amor y una perfecta identidad de fines y propósitos.
Las desigualdades de tipo íntimo (menos visibles, pero más intensas e insalvables, aunque los cónyuges pertenezcan a un mismo estrato social y económico, si no existe entre ellos armonía sexual e identidad cultural) llevan a la desunión matrimonial, aunque no se exteriorice.
Por el contrario, las desigualdades de tipo externo, mucho más espectaculares, significan unas barreras dificilísimas de romper al comienzo de la relación amorosa, pero salvado el primer momento (tal experiencia sólo pueden permitírsela personalidades muy formadas y maduras), estas mismas presiones, no menos que el desgarramiento que cada cónyuge ha tenido que sufrir para vencer ancestrales prejuicios, se convierten en fuente de auténtico amor y compenetración.
Por otra parte, estas barreras pueden llegar a desaparecer por sí solas (las debidas a nacionalismos xenófobos, por ejemplo) y la marcha de la humanidad tiende a levantarlas o a convertirlas en fácilmente franqueables.