De acuerdo; hemos exagerado. Este lo es intolerable. Pero es que a veces la manera más convincente de demostrar que algo está llegando a ser intolerable es exagerarlo al máximo, llevarlo hasta sus últimas consecuencias, a las más absurdas. Y el hecho de que la mujer, o de que muchas mujeres están en venta es incontrovertible. Y también intolerable. La mujer necesita al hombre, pero el hombre también necesita a la mujer, y, sin embargo, normalmente se atreve a ser él mismo, y no vive tan pendiente de gustar.
Por eso podemos llegar a la conclusión de que si bien procurar gustar es algo que honra a todo ser humano (hombre o mujer), porque es una deferencia hacia los demás y una muestra de respeto para con uno mismo, el hecho de que el gustar se convierta en una obsesión es aniquilador; despersonaliza y cosifica, o sea, arruina la personalidad y convierte a los seres humanos en cosas.
b) Las niñas tienen que ser obedientes y sumisas. Esta obediencia y sumisión, que hace unos años se llamaba modestia, se ha considerado tradicionalmente el principal adorno de la mujer. Es uno de los requisitos indispensables de la feminidad, palabra mágica cuyo principal encanto reside en que nadie sabe exactamente cómo definirla, pero que se puede expresar con un encogimiento de hombros y la sonrisa vaga y coqueta de quien está en el intríngulis. De todos modos —y dejando de lado esta espinosa cuestión (la de la feminidad)—, hay que tener presente que tampoco la docilidad y la sumisión acaban aquí. Ahondemos un poco más.
Lo más grave de estas adorables y femeninas cualidades es que llevan a la mujer a aceptar como buenas —sin atreverse ni siquiera a reconsiderarlas un momento— una serie de normas de conducta que le vienen impuestas desde la infancia y cuya principal finalidad es conseguir que se adapte plenamente a su condición de ser humano a medias, de ser humano al que no se sabe bien por qué le están sutilmente vedadas las actividades que mejor contribuyen al desarrollo de la personalidad del individuo, y a su conciencia de incidir de alguna manera en el mundo; de ser humano, en definitiva, cuya única misión consiste en hacer agradable la vida a los hombres y en perpetuar la especie, cuando lo que debiera hacer es pensar por su cuenta, discutir las normas de conducta y enfrentarse a ellas. Dejar, en resu midas cuentas, de ser sumisamente femenina para convertirse en un ser independiente que somete a crítica lo que se le inculca y que decide por sí mismo su destino.
c) El fin de toda mujer es casarse y tener hijos. Puesto que el hombre es animal social, parece lógico que viva en compañía y que se una a otro ser del sexo opuesto formando una sociedad cuyo fin sea el satisfacerse mutuamente las necesidades afectivas y sexuales y educar a los hijos. Hasta aquí muy bien. Nada que objetar. Lo que sí es criticable es el considerar que la participación social de la mujer termina así, en tan estrechos horizontes, y que fuera del matrimonio nada le incumbe, todo le es ajeno.
Este planteamiento adolece del defecto al que anteriormente nos hemos referido: la pequenez. Es una visión del mundo estrecha, limitada, mezquina. Y a quien perjudica mayormente es a la mujer, que de hecho se limita a la sociedad matrimonial, porque el hombre, mediante el trabajo, encuentra la manera de incidir en la realidad, de participar en otras sociedades y ser plenamente animal social.
d) El matrimonio colma todas las necesidades y apetitos de la mujer. Otro error. Otra pequeña idea falsa. No hay necesidad de demostrarlo. Basta ir por ahí, mirar la cara de muchas de las mujeres de más de cuarenta años y preguntarles por su matrimonio. El torrente de palabras es anonadador y tristemente ilustrativo. El descontento, el rencor, la insatisfacción y la necesidad de descargarse las impulsan a hablar, dando la impresión, en algunos casos, de que se recrean en su propia desgracia y de que encuentran en ella la respuesta adecuada a su fracaso.
Y, sin embargo, lo curioso es que sus diatribas se dirijan sistemáticamente contra el marido, como si él, y no la ideología responsable de que ellas pongan todos sus anhelos y esperanzas en el matrimonio, fuera el único culpable de la insostenible situación.
La mayoría de ellas piensan que si se hubieran casado con otro hombre..., que si él ganara más dinero..., si fuera menos egoísta..., y no ven que la causa del fracaso no es el marido sino el enfoque que ellas han dado al matrimonio al convertirlo en su única aspiración, al condenar todos sus intereses y afectos en las cuatro paredes del hogar. No se dan cuenta, en resumen, de que el verdadero responsable es la pequeña idea que ellas tienen de sí mismas y de sus necesidades, del hombre y del mundo.
Por eso podemos llegar a la conclusión de que si bien procurar gustar es algo que honra a todo ser humano (hombre o mujer), porque es una deferencia hacia los demás y una muestra de respeto para con uno mismo, el hecho de que el gustar se convierta en una obsesión es aniquilador; despersonaliza y cosifica, o sea, arruina la personalidad y convierte a los seres humanos en cosas.
b) Las niñas tienen que ser obedientes y sumisas. Esta obediencia y sumisión, que hace unos años se llamaba modestia, se ha considerado tradicionalmente el principal adorno de la mujer. Es uno de los requisitos indispensables de la feminidad, palabra mágica cuyo principal encanto reside en que nadie sabe exactamente cómo definirla, pero que se puede expresar con un encogimiento de hombros y la sonrisa vaga y coqueta de quien está en el intríngulis. De todos modos —y dejando de lado esta espinosa cuestión (la de la feminidad)—, hay que tener presente que tampoco la docilidad y la sumisión acaban aquí. Ahondemos un poco más.
Lo más grave de estas adorables y femeninas cualidades es que llevan a la mujer a aceptar como buenas —sin atreverse ni siquiera a reconsiderarlas un momento— una serie de normas de conducta que le vienen impuestas desde la infancia y cuya principal finalidad es conseguir que se adapte plenamente a su condición de ser humano a medias, de ser humano al que no se sabe bien por qué le están sutilmente vedadas las actividades que mejor contribuyen al desarrollo de la personalidad del individuo, y a su conciencia de incidir de alguna manera en el mundo; de ser humano, en definitiva, cuya única misión consiste en hacer agradable la vida a los hombres y en perpetuar la especie, cuando lo que debiera hacer es pensar por su cuenta, discutir las normas de conducta y enfrentarse a ellas. Dejar, en resu midas cuentas, de ser sumisamente femenina para convertirse en un ser independiente que somete a crítica lo que se le inculca y que decide por sí mismo su destino.
c) El fin de toda mujer es casarse y tener hijos. Puesto que el hombre es animal social, parece lógico que viva en compañía y que se una a otro ser del sexo opuesto formando una sociedad cuyo fin sea el satisfacerse mutuamente las necesidades afectivas y sexuales y educar a los hijos. Hasta aquí muy bien. Nada que objetar. Lo que sí es criticable es el considerar que la participación social de la mujer termina así, en tan estrechos horizontes, y que fuera del matrimonio nada le incumbe, todo le es ajeno.
Este planteamiento adolece del defecto al que anteriormente nos hemos referido: la pequenez. Es una visión del mundo estrecha, limitada, mezquina. Y a quien perjudica mayormente es a la mujer, que de hecho se limita a la sociedad matrimonial, porque el hombre, mediante el trabajo, encuentra la manera de incidir en la realidad, de participar en otras sociedades y ser plenamente animal social.
d) El matrimonio colma todas las necesidades y apetitos de la mujer. Otro error. Otra pequeña idea falsa. No hay necesidad de demostrarlo. Basta ir por ahí, mirar la cara de muchas de las mujeres de más de cuarenta años y preguntarles por su matrimonio. El torrente de palabras es anonadador y tristemente ilustrativo. El descontento, el rencor, la insatisfacción y la necesidad de descargarse las impulsan a hablar, dando la impresión, en algunos casos, de que se recrean en su propia desgracia y de que encuentran en ella la respuesta adecuada a su fracaso.
Y, sin embargo, lo curioso es que sus diatribas se dirijan sistemáticamente contra el marido, como si él, y no la ideología responsable de que ellas pongan todos sus anhelos y esperanzas en el matrimonio, fuera el único culpable de la insostenible situación.
La mayoría de ellas piensan que si se hubieran casado con otro hombre..., que si él ganara más dinero..., si fuera menos egoísta..., y no ven que la causa del fracaso no es el marido sino el enfoque que ellas han dado al matrimonio al convertirlo en su única aspiración, al condenar todos sus intereses y afectos en las cuatro paredes del hogar. No se dan cuenta, en resumen, de que el verdadero responsable es la pequeña idea que ellas tienen de sí mismas y de sus necesidades, del hombre y del mundo.
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