El amor cortés —amor que se nutre de palabras y se nutre de deseos que ya se sabe que no han de ser satisfechos— tiene su lugar adecuado en las reuniones mundanas, en donde se habla, se juega y se baila.
En el amor cortés el papel de la mujer era simplemente existir como ejemplo de belleza y de virtud: en cambio, en la moda del galanteo amoroso que tiene su auge en los salones barrocos, la dama ha perdido su altivez y puede ser conquistada, seducida.
El enamorado tiene que aguzar todo su ingenio para dar a conocer su amor con lentitud y habilidad, a fin de que la mujer amada no lo rechace sino que se vea envuelta en la pasión amorosa, y, cuando quiera apelar a su propia virtud, descubra que ella misma es un fiel reflejo de la pasión del enamorado.
La lentitud del galanteo, condición indispensable para que se convierta en un arte, depende, claro está, de la resistencia que la mujer oponga a dejarse seducir, por su consciente y deliberada virtud, o por el arte del coqueteo.
La inocencia, la virtud y el coqueteo dan un matiz específico a la actividad galante del seductor. La inocencia de la mujer es la que ofrece, sin duda alguna, mayores posibilidades, y exige mayor habilidad.
Las reacciones de una mujer inocente son imprevisibles; su ignorancia de lo que realmente quiere lograr el seductor hacen que su actitud pase de la audacia al miedo sin razón aparente, y de aquí que, a los ojos de un hombre sin demasiada pericia, el comportamiento de una coqueta y de una muchacha inocente no ofrezca ninguna diferencia.
El experto, en cambio, sabe distinguir una coqueta de una muchacha candorosa y así no cae en las redes de una seductora redomada que se finge inocente.
No hay que confundir la coqueta con la casquivana. La coqueta es consciente de su arte y su propósito es mantener la dependencia del galanteador sin concederle nunca nada, es decir, sin permitirle llegar al logro de sus deseos.
En el amor cortés el papel de la mujer era simplemente existir como ejemplo de belleza y de virtud: en cambio, en la moda del galanteo amoroso que tiene su auge en los salones barrocos, la dama ha perdido su altivez y puede ser conquistada, seducida.
El enamorado tiene que aguzar todo su ingenio para dar a conocer su amor con lentitud y habilidad, a fin de que la mujer amada no lo rechace sino que se vea envuelta en la pasión amorosa, y, cuando quiera apelar a su propia virtud, descubra que ella misma es un fiel reflejo de la pasión del enamorado.
La lentitud del galanteo, condición indispensable para que se convierta en un arte, depende, claro está, de la resistencia que la mujer oponga a dejarse seducir, por su consciente y deliberada virtud, o por el arte del coqueteo.
La inocencia, la virtud y el coqueteo dan un matiz específico a la actividad galante del seductor. La inocencia de la mujer es la que ofrece, sin duda alguna, mayores posibilidades, y exige mayor habilidad.
Las reacciones de una mujer inocente son imprevisibles; su ignorancia de lo que realmente quiere lograr el seductor hacen que su actitud pase de la audacia al miedo sin razón aparente, y de aquí que, a los ojos de un hombre sin demasiada pericia, el comportamiento de una coqueta y de una muchacha inocente no ofrezca ninguna diferencia.
El experto, en cambio, sabe distinguir una coqueta de una muchacha candorosa y así no cae en las redes de una seductora redomada que se finge inocente.
No hay que confundir la coqueta con la casquivana. La coqueta es consciente de su arte y su propósito es mantener la dependencia del galanteador sin concederle nunca nada, es decir, sin permitirle llegar al logro de sus deseos.
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