¿Y cómo superar estas diferencias? Pues bien. Ante todo es necesario tener presente que, aparte de la diferencia de caracteres —diferencia que puede ser más o menos acusada según los casos—, existe una diferencia educacional de la que ni hombres ni mujeres son responsables directamente, y que sólo pueden remediar, por una parte, siendo conscientes de ella, y, por otra, mediante un esfuerzo de comprensión mutua y de verdadero cariño.
No hay que impacientarse en ningún caso. Como parece ser que «el predicar con el ejemplo» suele dar buenos resultados, lo mejor es que la mujer, dosificándolas y sin hacerse pesada, insista en sus atenciones y demostraciones de cariño para con el marido de manera que éste, insensiblemente, se vaya acostumbrando a ellas y acabe por corresponder.
Los reproches, las quejas, los dramas y los llantos no hacen más que agravar la situación, pues el marido considera «que no hay para tanto» y se siente vagamente culpable, lo que no contribuye a mejorar la situación sino a empeorarla, porque el sentimiento de culpa le hace reaccionar con violencia y, de esta manera, las relaciones se van haciendo cada vez más tirantes.
Quede claro, por tanto, que lo que hay que hacer es mostrarse comprensivo en todo momento y aprovechar con inteligencia las ocasiones favorables, y saber abandonar la partida cuando las circunstancias lo requieran. En definitiva: el viejo «tira y afloja».
De todos modos, es necesario hacer notar que la actitud del hombre obedece también a otras causas (el trabajo productivo, el tener que enfrentarse con las incidencias a menudo nada gratas de la «lucha por la vida», etc.) y que, por tanto, no es posible que un matrimonio pueda vivir en perpetuo idilio, encerrados ambos esposos en una torre de marfil, sin contacto con el mundo exterior.
Asimismo debe la mujer tener presente que si ella dejara el hogar para trabajar también fuera de casa, sus horizontes se ampliarían, disminuiría su necesidad, a veces enfermiza, de afecto, y, por tanto, disminuirían también sus exigencias, y que, al enfrentarse con problemas parecidos a los que afectan a su marido, tendría más cosas en común con él y reinaría entre ambos este compañerismo que sólo es posible hallar entre personas que sienten las mismas inquietudes y que comparten afectos e intereses.
Vemos, por tanto, que si bien suele ser cierto que los hombres se comportan muchas veces de manera egoísta y poco considerada, es igualmente cierto que el universo femenino es demasiado cerrado, y que el hombre puede fácilmente ahogarse en él. Por eso a la mujer le incumbe también esforzarse por estar en contacto con el mundo; saber lo que ocurre, leer, interesarse por la actividad profesional del marido, etc., y también, y esto sería la solución más eficaz, ejercer, aunque sólo fuera durante unas horas, una actividad que la satisficiera fuera de casa, de manera que se relacionara diariamente con otras personas, con lo cual el marido no sería su única posibilidad de incidir en el mundo, ni se vería obligado a llenar, él sólo, el vacío afectivo que, por lo general, se va creando alrededor de la mayoría de las amas de casa.
No hay que impacientarse en ningún caso. Como parece ser que «el predicar con el ejemplo» suele dar buenos resultados, lo mejor es que la mujer, dosificándolas y sin hacerse pesada, insista en sus atenciones y demostraciones de cariño para con el marido de manera que éste, insensiblemente, se vaya acostumbrando a ellas y acabe por corresponder.
Los reproches, las quejas, los dramas y los llantos no hacen más que agravar la situación, pues el marido considera «que no hay para tanto» y se siente vagamente culpable, lo que no contribuye a mejorar la situación sino a empeorarla, porque el sentimiento de culpa le hace reaccionar con violencia y, de esta manera, las relaciones se van haciendo cada vez más tirantes.
Quede claro, por tanto, que lo que hay que hacer es mostrarse comprensivo en todo momento y aprovechar con inteligencia las ocasiones favorables, y saber abandonar la partida cuando las circunstancias lo requieran. En definitiva: el viejo «tira y afloja».
De todos modos, es necesario hacer notar que la actitud del hombre obedece también a otras causas (el trabajo productivo, el tener que enfrentarse con las incidencias a menudo nada gratas de la «lucha por la vida», etc.) y que, por tanto, no es posible que un matrimonio pueda vivir en perpetuo idilio, encerrados ambos esposos en una torre de marfil, sin contacto con el mundo exterior.
Asimismo debe la mujer tener presente que si ella dejara el hogar para trabajar también fuera de casa, sus horizontes se ampliarían, disminuiría su necesidad, a veces enfermiza, de afecto, y, por tanto, disminuirían también sus exigencias, y que, al enfrentarse con problemas parecidos a los que afectan a su marido, tendría más cosas en común con él y reinaría entre ambos este compañerismo que sólo es posible hallar entre personas que sienten las mismas inquietudes y que comparten afectos e intereses.
Vemos, por tanto, que si bien suele ser cierto que los hombres se comportan muchas veces de manera egoísta y poco considerada, es igualmente cierto que el universo femenino es demasiado cerrado, y que el hombre puede fácilmente ahogarse en él. Por eso a la mujer le incumbe también esforzarse por estar en contacto con el mundo; saber lo que ocurre, leer, interesarse por la actividad profesional del marido, etc., y también, y esto sería la solución más eficaz, ejercer, aunque sólo fuera durante unas horas, una actividad que la satisficiera fuera de casa, de manera que se relacionara diariamente con otras personas, con lo cual el marido no sería su única posibilidad de incidir en el mundo, ni se vería obligado a llenar, él sólo, el vacío afectivo que, por lo general, se va creando alrededor de la mayoría de las amas de casa.