En primer lugar, tanto el hombre como la mujer deberían procurar informarse de todo lo relacionado con el amor. Deberían aprender que el placer sexual sólo será completo cuando mediante una serie de caricias ambos esposos estén preparados afectivamente para él.
Que no hay que precipitarse, sino, por el contrario, hacerlo durar lo más posible, de la misma manera que se intenta prolongar cualquier otro placer. Finalmente convendría que supieran que, después del amor, no hay que separarse bruscamente sino prolongar durante el mayor tiempo posible la intimidad y el bienestar que de él se derivan.
Y, sin embargo, la mujer suele considerar que «la iniciativa le corresponde al hombre», y esta consideración la induce a una pasividad y a una timidez capaces de hacer perder el entusiasmo al hombre más enamorado.
El hombre, por su parte, considera que todo saldrá bien sin necesidad de previsión y esfuerzo. Suele confiar en el instinto, sin tener en cuenta que el instinto, sin el freno que le imponen la inteligencia, el cariño y el respeto por el ser amado, es excesivamente brutal y a todas luces insuficiente para crear un vínculo sólido sobre el que se pueda fundar la estabilidad del matrimonio.
Vemos, por tanto, que la responsabilidad del éxito o del fracaso de «la noche de bodas» recae por igual en el hombre y en la mujer, y que ambos han de hacer lo posible por facilitarle las cosas al otro, por lo que el ir al matrimonio sin preparación alguna no es un acto indiferente, sino que constituye un verdadero atentado contra la propia felicidad y la del ser amado.
Solamente nos resta ya insistir un poco más sobre la importancia de la «noche de bodas» y de las futuras «noches» para el equilibrio físico y psíquico de ambos cónyuges, destacando el hecho de que un mal comienzo, una torpeza cualquiera, cometida por descuido o por ignorancia, es suficiente para crear entre los esposos un clima de desconfianza o de rencor que sólo con el tiempo, mucho amor y demostraciones de cariño y consideración por ambas partes, podrá llegar a desvanecerse.
Que no hay que precipitarse, sino, por el contrario, hacerlo durar lo más posible, de la misma manera que se intenta prolongar cualquier otro placer. Finalmente convendría que supieran que, después del amor, no hay que separarse bruscamente sino prolongar durante el mayor tiempo posible la intimidad y el bienestar que de él se derivan.
Y, sin embargo, la mujer suele considerar que «la iniciativa le corresponde al hombre», y esta consideración la induce a una pasividad y a una timidez capaces de hacer perder el entusiasmo al hombre más enamorado.
El hombre, por su parte, considera que todo saldrá bien sin necesidad de previsión y esfuerzo. Suele confiar en el instinto, sin tener en cuenta que el instinto, sin el freno que le imponen la inteligencia, el cariño y el respeto por el ser amado, es excesivamente brutal y a todas luces insuficiente para crear un vínculo sólido sobre el que se pueda fundar la estabilidad del matrimonio.
Vemos, por tanto, que la responsabilidad del éxito o del fracaso de «la noche de bodas» recae por igual en el hombre y en la mujer, y que ambos han de hacer lo posible por facilitarle las cosas al otro, por lo que el ir al matrimonio sin preparación alguna no es un acto indiferente, sino que constituye un verdadero atentado contra la propia felicidad y la del ser amado.
Solamente nos resta ya insistir un poco más sobre la importancia de la «noche de bodas» y de las futuras «noches» para el equilibrio físico y psíquico de ambos cónyuges, destacando el hecho de que un mal comienzo, una torpeza cualquiera, cometida por descuido o por ignorancia, es suficiente para crear entre los esposos un clima de desconfianza o de rencor que sólo con el tiempo, mucho amor y demostraciones de cariño y consideración por ambas partes, podrá llegar a desvanecerse.