A partir de este momento el gusto deja de ser representativo de una categoría personal, deja de significar riqueza y suntuosidad, para convertirse en un valor más individual con el que se expresa la propia personalidad. Poco a poco nace el buen gusto.
El buen gusto surge en una sociedad cuya clase rectora tiene las siguientes características: la inestabilidad, el fundamento de su poder en la exclusiva riqueza, y el lujo como expresión de este poder.
En el complejo social que inicia nuestra sociedad contemporánea se crea el arte de la ascensión social. Las riquezas adquiridas dan derecho a ocupar las primeras filas en la vida pública, y, por lo tanto, el simple lujo puede evidenciar al advenedizo y ser motivo de burla. Así, lo que caracteriza a una clase rectora con solera y derecho al dominio es su buen gusto, el uso acertado y hasta discreto de la riqueza que posee. La fastuosidad cobra tintes de discreción y el esplendor se revela más en el cambio de indumentaria, en la sorpresa y en la originalidad, que en la riqueza de lo que se exhibe.
La mujer recibe en cierto modo la primacía de este alarde de buen gusto. La mujer, en la nueva clase, es el exponente exterior de riqueza y poder, y en su indumentaria, en el aderezo de la casa, en el influjo que ejerce sobre quienes la rodean se nace visible su buen gusto. El buen gusto tiene como misión gastar millones sin que se note. Una mujer de buen gusto —recordemos que los grandes magazines la han citado a menudo— es Jacqueline Kennedy. Jamás la hemos visto luciendo galas suntuosas. En apariencia sus trajes pueden salir de un prét-á-porter, su peinado es el de un sin fin de mujeres, en algunos momentos casi ha parecido que repetía hasta la saciedad un mismo modelo de sombrero y de traje.
A pesar de todo sabemos que tiene millones en joyas, perfumes a raudales pieles para llenar un tren. Pero esta mujer, que no es hermosa ni especialmente inteligente, sabe utilizar todos los elementos que la riqueza pone a su disposición, combinándolos de modo que no se sepa de dónde proviene su aire de seguridad y que la fingida sencillez sea difícilmente imitable.
El buen gusto exige, pues, una deliberación personal y una cierta teatralidad preparada. El buen gusto elabora también un prestigio, una fama. La mujer de buen gusto sabe que en un momento dado, si decide ponerse alguna prenda hasta cierto punto extravagante, quienes la contemplan decidirán sin vacilar que si ella se lo pone es de buen gusto.
El buen gusto crea una atmósfera. La mujer de buen gusto no sólo se ocupa de su indumentaria. El arte de mantener, modificar, y hacer viva una casa con pequeños cambios y con una permanente gracia forma parte de su actividad. El buen gusto se extiende en el arte de recibir invitados, de saber siempre el momento en que debe hacerse la invitación, en la combinación de comensales, en la comida que se sirve, que no sólo será abundante.
El buen gusto se detiene en el umbral de la amabilidad. No se adentra en los dominios de la belleza, no juzga un cuadro, ni un poema, ni una gran empresa. El buen gusto no tiene que aventurarse nunca más allá de lo que causa placer. En realidad tiene el influjo de una sonrisa.
El buen gusto surge en una sociedad cuya clase rectora tiene las siguientes características: la inestabilidad, el fundamento de su poder en la exclusiva riqueza, y el lujo como expresión de este poder.
En el complejo social que inicia nuestra sociedad contemporánea se crea el arte de la ascensión social. Las riquezas adquiridas dan derecho a ocupar las primeras filas en la vida pública, y, por lo tanto, el simple lujo puede evidenciar al advenedizo y ser motivo de burla. Así, lo que caracteriza a una clase rectora con solera y derecho al dominio es su buen gusto, el uso acertado y hasta discreto de la riqueza que posee. La fastuosidad cobra tintes de discreción y el esplendor se revela más en el cambio de indumentaria, en la sorpresa y en la originalidad, que en la riqueza de lo que se exhibe.
La mujer recibe en cierto modo la primacía de este alarde de buen gusto. La mujer, en la nueva clase, es el exponente exterior de riqueza y poder, y en su indumentaria, en el aderezo de la casa, en el influjo que ejerce sobre quienes la rodean se nace visible su buen gusto. El buen gusto tiene como misión gastar millones sin que se note. Una mujer de buen gusto —recordemos que los grandes magazines la han citado a menudo— es Jacqueline Kennedy. Jamás la hemos visto luciendo galas suntuosas. En apariencia sus trajes pueden salir de un prét-á-porter, su peinado es el de un sin fin de mujeres, en algunos momentos casi ha parecido que repetía hasta la saciedad un mismo modelo de sombrero y de traje.
A pesar de todo sabemos que tiene millones en joyas, perfumes a raudales pieles para llenar un tren. Pero esta mujer, que no es hermosa ni especialmente inteligente, sabe utilizar todos los elementos que la riqueza pone a su disposición, combinándolos de modo que no se sepa de dónde proviene su aire de seguridad y que la fingida sencillez sea difícilmente imitable.
El buen gusto exige, pues, una deliberación personal y una cierta teatralidad preparada. El buen gusto elabora también un prestigio, una fama. La mujer de buen gusto sabe que en un momento dado, si decide ponerse alguna prenda hasta cierto punto extravagante, quienes la contemplan decidirán sin vacilar que si ella se lo pone es de buen gusto.
El buen gusto crea una atmósfera. La mujer de buen gusto no sólo se ocupa de su indumentaria. El arte de mantener, modificar, y hacer viva una casa con pequeños cambios y con una permanente gracia forma parte de su actividad. El buen gusto se extiende en el arte de recibir invitados, de saber siempre el momento en que debe hacerse la invitación, en la combinación de comensales, en la comida que se sirve, que no sólo será abundante.
El buen gusto se detiene en el umbral de la amabilidad. No se adentra en los dominios de la belleza, no juzga un cuadro, ni un poema, ni una gran empresa. El buen gusto no tiene que aventurarse nunca más allá de lo que causa placer. En realidad tiene el influjo de una sonrisa.